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15 dic 2014
“Sonó la campana de la iglesia, debido a la poca luz que
había, deduje que eran las 6. Me quedé impactada, la mayoría de los siervos que
se encontraban en la cama, comenzaron a levantarse. Al levantarme sentí un escalofrío que recorría
todo mi cuerpo. La temperatura había bajado considerablemente. Me dirigí a la
ventana de la torre. Pese a la gran muralla con la que está protegida el
castillo, pude ver algo por encima de ella. Vi a unos niños, más o menos de mi
edad, cultivando junto a sus padres. Barbechaban el campo para poder dejar
descansar una porción de tierra. No me parecía justo que recibieran condiciones
muy duras sin ningún derecho. Ese mulo de pelo oscuro que cargaba el serón,
reflejaba en su cara el cansancio de una vida muy dura. Supuse que vendrían de
la aldea vecina, la que está junto a la entrada del feudo. La curiosidad me
mataba.
Rápidamente cogí la túnica más antigua que había en el armario,
la tiré al suelo y le hice algunas que otras manchas. Me puse un corpiño sobre
ella, y un tocado, ya estaba lista.
Ni siquiera pensé en los problemas que me adentraría, sólo
pensé en desconectar de la rutina de ser noble, pues ya me aburría bastante.
Bajé por las escaleras de la torre lo más disimulado
posible, intentado que nadie pudiera verme.
Al fin lo conseguí, baje hasta la puerta de la muralla, y me
adentre en uno de los cultivos más secos que pude ver. Allí me encontré a
Arturo, mi nuevo amigo.
Ayudé todo lo que pude, fue un día de intenso trabajo. Todo
terminó cuando sonó la campana de la iglesia, el sol se estaba yendo y yo debía
regresar a mi hogar.
Todos en la familia me agradecieron el esfuerzo y les
comenté que mañana volvería para seguir ayudando.
Al mirar hacia la torre observé que las trompetas sonaban
anunciando la hora de la cena. No me daría tiempo de llegar y sentarme a la
mesa para comer. Corrí lo más rápido que mis pequeñas y ligeras piernas me
permitían. Subí las escaleras, me cambié de ropa y mojé un poco mi cara y mis
manos para que nadie sospechara.
Sobre la mesa había carne que Jacinta, nuestra sierva que se
encargaba de la comida, había preparado junto con un poco de pasta con arroz.
De postre, una rodaja de rica y fresca sandía.
Después de la cena, fui a la cama y caí rendida.
Nuevamente, me pareció haber pasado cinco minutos cuando
volvió a sonar la campa. Debía robar algunas monedas de oro al Padre para que los más necesitados pudieran
partirlas y pagar tanto los impuestos, como el diezmo. Y así lo hice, me dirigí
al colchón, confortadamente hecho de paja. Allí se encontraba, un gran saco de
monedas que me aguardaban con un brillo reluciente en cada borde de su tan
redondeada forma.
Cogí unas cuantas.
Estaba preparada para volver a revivir aquella tan
fantástica aventura rodeada de peligros.
-¡Isabel! ¿Sería tan amable de venir usted aquí? – apresuró
el padre.
-¿Dónde crees que vas con esas pintas? – volvió a gritarme.
-Sólo estaba jugando. – le respondí rápidamente.
-Esperemos que así sea. – me respondió.
Al minuto, mi mente se encarceló prisionera de los deberes
de ser noble, pero mi corazón me impedía que una familia que no había elegido
ser de esa clase social, sufriera. Me atormentaba la idea de encontrarme en sus
situaciones.
Deprisa y disimuladamente cogí más monedas, las suficientes
para no volver a casa y poder vivir una vida campesina muy pobre.
Corrí hacia el cultivo, y allí estaban. Incluido Arturo. Fue
un día de trepidantes locuras cultivando a su lado. Se podría decir que, empecé
a sentir demasiadas cosas por un campesino. Cosa que justo el día anterior ni
me hubiera imaginado.
Desgraciadamente, el amor en esta época es concertado y no
nos guiamos por el corazón. Sinceramente, ese chico me completaba. Una duda
surgió en mí por si aquel amor era mutuo.
Continué trabajando sin echar cuenta a mi mente.
Paso a paso, gota a gota, semilla a semilla. Así iba yo, al
lado de un burrito al que vi morir tras ese día. Les ofrecí las monedas a
aquella pobre familia, que festivamente me lo agradecieron. A pesar de su
pobreza me invitaron a comer en su casa, y me preguntaron por mi familia.
Un poco de berenjena rellena de algún que otro trocito de
carne, nada comparado con lo que me daban en el castillo.
Les dije que era huérfana, pues no quería desvelar de donde
venía realmente. Finalmente me preguntaron de donde saqué las monedas, algo
lógico. No quería contestar, pues ni siquiera sabía que decir. Así que les
respondí que hice una especie de recogida donde personas ricas me dieron
algunas monedas. Me dejaron en paz al responder de tal manera.
Me prepararon una cama bastante cómoda con un colchón
sobrante en la casa. Me sentí afortunada, pues a cambio de trabajar duramente
en el campo, me daban el amor que nunca recibí ni por parte del padre. Fuimos a
dormir a la tocada de la campana, serían aproximadamente las 9.
A la mañana siguiente, vuelta a la rutina. Después de una
larga noche de lluvia, el trabajo había sido en vano. Pues estaba todo
destrozado. Nos pusimos manos a la obra, y en cuestión de horas aquello quedó
como nuevo.
Arturo me llamó y me dijo que le acompañara a llevar al
nuevo burro a comer algo de paja para que pudiera continuar trabajando. A esto
que me apoyó sobre un árbol de tallo muy áspero y se lanzó a besarme.
Al regresar al cultivo, encontré a alguien de la corte del padre
muy enfurecido allí mismo, esperándome. Me agarró de la túnica y me condujo de
vuelta al castillo.
El padre me esperaba en la puerta, cosa que casi nunca suele
hacer cuando alguien sale de paseo o a tocar algún instrumento. Me dio la
charla del mes. No sé ni lo que pasaba por mi cabeza en aquellos momentos. Pero
supongo que era la primera vez que mostraba interés por mí. Me condenó a
mantenerme en la habitación encerrada durante el resto de mi vida.
Era la típica historia que cantaban los juglares por las
aldeas, dos personas que se distancian por culpa de una maldita torre.
Cada día de noche me asomaba a la única ventana que había en
la habitación, y desde allí lo veía trabajar duramente.
El padre nunca me lo permitiría, el estar al lado suya. Así que
hice lo que cualquiera, volver a escaparme.
Para mi desgracia, al estar recorriendo la tabla de la que
el castillo se separaba de la muralla, me descubrieron. Me volvieron a llevar
ante el padre y este me mando al Rey. El cuál, ha decidido mandarme a decapitar.
Ese hacha brillante y afilada me iba a cortar el cuello.
Ahora me encuentro aquí, escribiendo esta carta, donde se
encontraran mis últimas palabras. La misma que voy a enterrar guardada en un
pequeño arcón de madera, bajo la tierra del cultivo de Arturo.
Si alguien lee esto, aquí va una persona noble que dio la
vida por amor.”
Irene desenterró un pequeño baúl destrozado. Sacó la carta
que se encontraba en su interior y se dispuso a leerla. Debido a sus 4 cortos
años, su madre se la quitó y comenzó a leerla.
-¡Que cosas más raras ocurren en esta familia! – insinuó su
madre.
Y ciertamente tenía razón, pues no cualquiera se encuentra
una carta de una persona de la Edad Media
al intentar hacer un castillito con su hermano mayor en la playa, en un día
donde el sol relucía con mucha intensidad.
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